1523.

CONSTANTINO VII PORFIROGÉNETA

VIDA DEL EMPERADOR BASILIO I

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Con todo, la envidia volvió a levantar otra tormenta y otra tempestad en el Palacio, conforme es su naturaleza alborotadora y maléfica. Al poco de morir Constantino, el hijo más amado del emperador y dirigidos el amor y las esperanzas hacia León, el segundo de sus hijos, las hordas demoníacas no soportaron con serenidad, según parece, la serenidad, calma y la piedad, junto con la dedicación, de los hábitos del que iba a heredar la función imperial, el bienestar de los súbditos que, a partir de estos hechos, se avizoraba bajo su reinado, y el incremento en todo lo merecedor de elogios. Por estos motivos, de un modo u otro, se dispusieron a un sombrío combate contra él. Había, al parecer, un monje y religioso que estaba entre los que eran objeto de enorme cariño y confianza por parte del glorioso Basilio. Era su amigo y un ministro capaz, cuyo nombre era Sandabareno. Aunque era amado por el emperador, sin embargo, no tenía buena fama entre los demás, ni una consideración irreprochable. Por eso, en muchas ocasiones el muy sabio León lo ponía en ridículo por embaucador y falsario, y porque arrastraba al emperador a lo que no se debía y lo apartaba de dedicarse a lo conveniente. Enterado de estos hechos, aquel malvado impostor simuló buena disposición y fingió amistad hacia el bueno de León, y le dijo: «¿Por qué, siendo joven y amado por tu padre, no portas a escondidas un hacha o una espada cuando cabalgas por los campos con tu padre, para que, si lo necesitaras contra alguna fiera o si se te presentara alguna de las frecuentes y ocultas conspiraciones, no te hallaras desarmado y tuvieras con que defenderte ante los enemigos de tu padre?» Sin ser consciente del engaño y sin percatarse del ardid del hombre (lo que no está dispuesto al mal tampoco es fácil que sospeche la perfidia), León aceptó el consejo, obedeció y metió una daga dentro del calzado. Cuando el conspirador supo que su recomendación se había llevado a cabo, comunicó al emperador: «Tu hijo planea matarte. Si no te lo crees, cuando vayas a salir de la Capital para cazar o para alguna otra cosa, ordénale que se quite el calzado de sus pies. Si encuentras que porta una daga, que sepas que estaba preparada para tu muerte.» Así pues, cuando, anunciada una salida del emperador, partió todo el séquito acostumbrado, y estando en un cierto lugar, el emperador simuló que necesitaba una espada y mandó que se la buscara diligentemente. Su hijo se le presentó sin saber de antemano nada de lo que estaba sospechando su padre, impulsado por su carencia de maldad y de perfidia, y le entregó a su padre la daga que llevaba. Ante este suceso, creyó inmediatamente cierta la advertencia en contra de él, al tiempo que vana y vacua la defensa del hijo. Una vez hubieron regresado sin dilación al Palacio, el emperador montó en cólera contra su hijo, lo encarceló en una de las residencias imperiales, cuyo nombre era Margarites, y lo despojó de los borceguíes púrpura[1]. El monje hostil y rencoroso lo incitó para que le apagase la luz de sus ojos, pero el patriarca y el Senado le impidieron que lo llevase a cabo. No obstante, lo mantuvo en reclusión. Bastante tiempo pasó y la naturaleza no se reconocía a sí misma, sino que estaba endurecida por las malas inspiraciones. Los más importantes de los senadores querían continuamente enviarle al padre mensajes en pro de su hijo, aunque en otras ocasiones también fueran impedidos por alguna causa; pero encontraron un motivo razonable para que sus deseos se cumpliera gracias a la siguiente excusa.


[1] Uno de los símbolos imperiales.



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