1088.

Conocías el mito cuando lo releíste en Nietzsche. El rey Midas preguntó a Sileno qué era lo mejor para el hombre. La respuesta fue que no haber nacido; pero, una vez en este mundo, trasponer pronto las puertas del Hades. Encontrado en El nacimiento de la tragedia cobró una envergadura que se te había pasado anteriormente. Iluminó en aquellos años de tu adolescencia un rincón de la mentalidad helénica, que es como decir de la naturaleza humana, hasta entonces en la sombra para ti. No obstante, la segunda parte de la sentencia te resultaba extraña. Una vez que el ser humano entra en el existir, la vida lo atrapa con todos sus tentáculos y lo envuelve en sus cantos de sirena de tal modo que salir de su abrazo se vuelve doloroso. Las ilusiones, los compromisos, los escasos placeres, los apegos hacen que, aun cuando seamos conscientes de la futilidad de la vida, ésta mantenga su dominio sobre nosotros. Sólo los suicidas se liberan de sus engañosos, pero eficaces sortilegios. Te quedas, de este modo, exclusivamente con la primera parte de la respuesta de Sileno.


1087.

En la tarde fría de este abril desencajado se te va la mente en vuelo sin rumbo. Si la conciencia es el resultado de la acción de unas neuronas, puede ser que la reencarnación tenga sentido. Nada impediría que la espontaneidad del ser provocara una nueva coincidencia de neuronas similares a las tuyas y tu conciencia volviera a la vida. Al no ser propiamente las que ahora te hacen ser quien eres, la memoria de tu pasado no existiría. Se salva así lo que consideras el principal escollo de la metempsícosis. Sería el frío de este abril desapacible el que te devolvió a la tierra que pisas desde las esferas de la especulación y sentiste que, de verdad, no te apetece nada volver a nacer y tener que atravesar una (o infinitas veces) la vida, ese sendero de guijarros que se transita con los pies descalzos.


1086.

Te encuentras con este pasaje releyendo las Historias de Heródoto. A veces, la clarividencia se hace un puesto en la niebla de la existencia.

[1] (…) Τραυσοὶ δὲ τὰ μὲν ἄλλα πάντα κατὰ ταὐτὰ τοῖσι ἄλλοισι Θρήιξι ἐπιτελέουσι, κατὰ δὲ τὸν γινόμενόν σφι καὶ ἀπογινόμενον ποιεῦσι τοιάδε· [2] τὸν μὲν γενόμενον περιιζόμενοι οἱ προσήκοντες ὀλοφύρονται, ὅσα μιν δεῖ ἐπείτε ἐγένετο ἀναπλῆσαι κακά, ἀνηγεόμενοι τὰ ἀνθρωπήια πάντα πάθεα· τὸν δ᾽ ἀπογενόμενον παίζοντές τε καὶ ἡδόμενοι γῇ κρύπτουσι, ἐπιλέγοντες ὅσων κακῶν ἐξαπαλλαχθεὶς ἐστὶ ἐν πάσῃ εὐδαιμονίῃ.

[1] En el resto de las costumbres, los trausos siguen las mismas que los demás tracios, pero en lo que respecta al que nace y al que fallece entre ellos actúan de la siguiente manera. [2] Los parientes rodean al que ha nacido lamentando la cantidad de males que deberá sufrir después de haber nacido y detallando todos los padecimientos humanos. En cambio, entierran al fallecido entre bromas y goces, añadiendo la cantidad de males de los que se ha librado en medio de su total felicidad.

Heródoto, Historias, V 4.1-2.