1251.

REFLEXIONES A RAÍZ DE LA LECTURA DE LA BIOGRAFÍA DE PERICLES DE PLUTARCO

I

La traducción de la Vida de Pericles de Plutarco me ha empujado a reflexionar sobre el régimen político de la democracia y a pergeñar unas líneas sobre las relaciones entre el ordenamiento que vivió Pericles y el que hoy en día vivimos quienes nos incluimos en regímenes políticos que también se llaman a sí mismos democracias. Para empezar, como todo el mundo sabe, «democracia» es una palabra que está compuesta de dos términos griegos: «demo-» procede de δῆμος – demos, que significa «pueblo» y «-cracia» que tomado de una abstracto construido sobre el sustantivo κράτος – kratos, que significa «poder». Nuestro término es una transcripción que nos ha llegado a través del latín de la palabra originaria δημοκρατία – demokratía. Los teóricos de la ciencia política de la Antigüedad, en especial Aristóteles y Polibio, historiador algunos siglos posterior, establecieron tres regímenes fundamentales desde el punto de vista político, dependiendo de que el poder lo ejerza una persona (monarquía), un grupo reducido (aristocracia) o un colectivo que forma el grueso de la sociedad (politeia, término que coincide semánticamente con «democracia»). Según Aristóteles, la diferencia entre un régimen bueno y uno malo estriba en que el sujeto del poder lo ejecute pensando en el bien común o en sus propios intereses. Siguiendo el concepto cíclico que la mentalidad griega antigua poseía sobre el curso de los seres y de la naturaleza, los regímenes sufren un proceso regular que lleva de una versión buena del mismo a una perversa. La monarquía cede el sitio a la tiranía; la perversión de la monarquía da paso a la aristocracia, cuya perversión da lugar a la oligarquía; ésta da paso a la politeia, cuya corrupción cede el paso a la oclocracia (el poder de la masa). La oclocracia origina un estado de cosas caótico que conduce a la aparición de un personaje salvador que reintroduce una monarquía, y así siempre.

Continuará


1250.

XXXIX

[1] Por concluir, ese hombre no sólo fue admirable por su ecuanimidad y benevolencia, que conservó aun en medio de muchas dificultades y de grandes animadversiones, sino también por su temperamento. Se puede considerar la mayor de sus bondades fue el no haber hecho concesiones ni a la envidia ni a la cólera con su enorme poder, ni comportarse con ninguno de sus enemigos como si fuera irreconciliable. [2] Creo que aquel apodo infantil y arrogante fue apropiado e irreprochable por hacer esta sola cosa: se le llamaba «Olímpico» por tener un carácter tan solícito y una vida tan limpia y pura en medio del poder, del mismo modo que consideramos justo que el linaje divino, responsable por naturaleza de los bienes y carente de responsabilidad en los males, gobierne y reine sobre los seres, no como hacen los poetas, atribulándonos e incurriendo en una responsabilidad negativa con sus opiniones ignorantes y sus invenciones literarias. [3] Porque el lugar en el que dicen que habitan los dioses lo califican de lugar seguro e inamovible, sin tratos con vientos o nubes, sino brillando sin descanso en el blando cielo y en la más límpida luz durante todo el tiempo, como si conviniera más que nada un tal modo de vida a un ser bienaventurado e inmortal, y muestran a los dioses mismos llenos de tribulaciones, enemistades, ira y demás pasiones que incluso a los seres humanos sensatos les serían inconvenientes. Con todo, estas consideraciones parecen ser propias de otro tipo de tratados. [4] Los acontecimientos provocaron en los atenienses una rápida percepción y una evidente añoranza de Pericles. En efecto, los que durante su vida llevaban mal su poder porque los eclipsaba, inmediatamente después de su desaparición experimentaron el trato con otros oradores y demagogos y reconocieron que no había nacido personalidad más comedida con su grandeza ni más venerable en su afabilidad. [5] Aquella autoridad que se le reprochaba, llamándola primeramente «monárquica» y «tiránica», resultó entonces, de forma evidente, una fortaleza salvífica del estado, tamaña fue la destrucción y el colmo de males que sobrevinieron para los asuntos públicos, los cuales aquél había mantenido a raya debilitándolos y suavizándolos, y había impedido que llegaran a poseer una fuerza insuperable.

FIN DE LA VIDA DE PERICLES DE PLUTARCO

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Plutarco.- Vida de Pericles (traducción de Emilio Díaz Rolando)

 

 


1249.

XXXVIII

[1] En aquel momento, la plaga se apoderó de Pericles con un ataque no muy agudo ni intenso, como fue el caso de otros. La dolencia consumía su cuerpo pausadamente, con lentitud, prolongándose a través de múltiples síntomas y minando la fuerza de su espíritu. [2] Teofrasto, en su tratado sobre Ética, preguntándose si los caracteres se acomodan a las vicisitudes del azar y si, movidos por los padecimientos de los cuerpos, pierden la virtud, dejó escrito que Pericles, durante su enfermedad, mostró a uno de sus amigos en una visita un amuleto colgado de su cuello por las mujeres con la idea de mostrar lo mal que estaba cuando soportaba esa tontería. [3] Cuando ya estaba cerca de morir, los más señalados de los ciudadanos y sus amigos supervivientes, mientras estaban sentados alrededor de él, hablaban sobre cuán grandes llegaron a ser su virtud y poderío, y enumeraban sus acciones y la multitud de sus triunfos. Nueve fueron los que erigió en favor de la ciudad por sus victorias durante el cargo de estratego. [4] Estas palabras se dirigían unos a otros en la suposición de que ya no era consciente y de que había perdido su capacidad de percepción, pero resultó que prestaba atención a todo e intervino diciendo que se asombraba de que lo elogiasen por esas cosas y de que recordasen lo que comúnmente es producto del azar y que les había pasado también a muchos estrategos, y, sin embargo, no mencionaban lo que era más bello e importante: «Ningún ateniense vivo» dijo «se vistió el himatio negro por mi causa.»[1]

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La muerte de Pericles en un grabado de 1865

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[1] En referencia a que no había condenado a muerte a ningún conciudadano suyo.


1248.

XXXVII

[1] La ciudad probó a otros estrategos para la guerra y a otros políticos, pero como ninguno parecía poseer un peso equivalente ni una firmeza digna de tan grandes poderes, sintió añoranza por Pericles y lo llamó a la tribuna y al cargo de estratego. Aunque estaba desanimado y permanecía en su casa por su duelo, fue convencido a dar un paso adelante por Alcibíades y por otros amigos suyos. [2] El pueblo le pidió disculpas por su arrogancia. Pericles aceptó el estado de cosas y, tras haber sido elegido de nuevo estratego, pidió que se derogara la ley sobre los hijos ilegítimos, que él mismo había introducido anteriormente, para que no se extinguieran su casa, su nombre y su linaje por la falta de herederos. [3] Las circunstancias de esa ley fueron las siguientes. Según se ha contado, muchos años atrás, cuando Pericles estaba en su apogeo dentro del estado y tenía hijos legítimos, promulgó una ley que consideraba atenienses sólo a los que descendían de padre y madre atenienses. Cuando, con ocasión del regalo de cuatrocientos medimnos[1] de trigo por parte del rey de Egipto para el pueblo, fue preciso distribuirlo entre los ciudadanos, surgieron muchos pleitos en razón de aquella ley por parte de los hijos ilegítimos que hasta ese momento habían permanecido ignorados y excluidos. Muchos también fueron objeto de acusaciones difamatorias. [4] Como consecuencia, no poco menos de cinco mil fueron condenados y vendidos como esclavos. Los que se incluyeron como ciudadanos y fueron juzgados atenienses ascendieron en su número a catorce mil cuarenta. [5] Aunque era un asunto grave que el mismo hombre que había redactado la ley vigente en contra de tantas personas la derogara a su vez, el presente infortunio en la casa de Pericles, quien había recibido una especie de castigo por aquella arrogancia e insolencia, movió a la piedad de los atenienses. Creyeron que sufría justa retibución y que necesitaba un trato humano, por lo que cedieron e inscribieron a su hijo ilegítimo en la fratría con su mismo nombre. Más adelante, el pueblo lo condenó a muerte junto con los demás estrategos después de la victoria de las Arginusas sobre los peloponesios[2].

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[1] Unidad de medida para áridos. La medida del medimno variaba según las diferentes localidades. El medimno ateniense equivalía a 51,84 litros.

[2] En el año 406 a.C., la flota ateniense obtuvo una victoria naval sobre los espartanos en las islas Arginusas, cerca de Lesbos. A pesar de la victoria, la Asamblea ateniense condenó a muerte a seis de los ocho estrategos que comandaron la flota porque no recogieron a los supervivientes de las veinticinco trirremes dañadas debido a una tormenta, a efectos de la cual muchos de aquéllos murieron ahogados.


1247.

XXXVI

[1] Los sentimientos populares iban a cesar con rapidez, ya que el pueblo abandonó su cólera hacia él como se hace tras la picadura de un aguijón. No obstante, sus intereses particulares marchaban penosamente por la epidemia, que había despachado a no pocos de sus allegados, y por las discordias que los habían desgarrado desde hacía tiempo. Su hijo mayor, Jantipo, que era por naturaleza dilapidador y que convivía con una mujer joven y extravagante, hija de Tisandro, el hijo de Epílico, soportaba mal la minuciosidad de su padre que le suministraba fondos de forma cicatera y poco a poco. [2] Mandó Jantipo un mensaje a uno de los amigos de su padre y obtuvo dinero fingiendo que se lo pedía Pericles. Cuando el amigo después de un tiempo lo reclamó, Pericles inició un pleito contra él y Jantipo, el muchacho, mal dispuesto contra su padre, comenzó a vilipendiarlo, primero sacando a la luz su comportamiento en casa para causar irrisión y las conversaciones que tenía con los sofistas. [3] Decía que una vez, cuando un atleta había herido involuntariamente con su javalina a Epitimo de Farsalia y lo había matado, gastó un día completo con Protágoras en discutir si, conforme a la razón más correcta, los responsables de la desgracia habían sido la jabalina o el lanzador más que los árbitros. Junto a estas críticas, Estesímbroto dice que las calumnias sobre su esposa las había difundido Jantipo y que hasta su muerte la enemistad del joven con su padre persistió de forma incurable. Jantipo murió tras contraer la enfermedad durante la epidemia. [4] Pericles perdió también a su hermana entonces y a la mayoría de sus familiares y amigos, y a las personas más útiles para el estado. Con todo, no renunció ni traicionó su conciencia ni su grandeza de espíritu por las desgracias, y no fue visto ni llorando, ni celebrando exequias ni junto a tumba alguna de sus allegados, hasta que perdió a Páralo, el que le quedaba de sus hijos legítimos. [5] Abatido por su muerte, procuró mantener la compostura y conservar su grandeza de espíritu, pero en el momento de depositar la corona sobre el cadáver, se derrumbó de dolor ante esa visión, de modo que prorrumpió en llanto y vertió gran cantidad de lágrimas, reacción que nunca había mostrado durante toda su vida anterior.


1246.

XXXV

[1] Con la intención de aliviar esas quejas y provocar alguna molestia a los enemigos, dotó ciento cincuenta naves. Embarcó en ellas muchos y buenos hoplitas y caballería, e iba a hacerse a la mar con idea de ofrecer buenas expectativas a los ciudadanos y un no menor miedo a los enemigos con tamaña fuerza. Pero, cuando ya estaban completas las tripulaciones de las naves y Pericles había embarcado en su propia trierreme, sucedió que el sol se eclipsó y sobrevino la oscuridad, y todos quedaron estupefactos ante lo que creían que era un grave signo. [2] Al ver Pericles que su piloto estaba muy temeroso y angustiado, levantó su clámide ante sus ojos y, tras ocultarse con él, le preguntó si creía que aquello era algo terrible o la señal de algo terrible. El piloto respondió que no. «¿En que, pues,» dijo «difiere ese hecho de este gesto, salvo en que el fenómeno causante del oscurecimiento es más grandioso que la clámide?» Este argumento se emplea en las escuelas de filosofía. [3] En suma, en su campaña naval parece que Pericles no llevó a cabo ninguna otra cosa digna de esos preparativos, excepto el sitio del sagrado Epidauro, que creó la esperanza de que iba a ser tomada, pero que fracasó a causa de la epidemia. Su aparición provocó la destrucción no sólo de los sitiadores, sino también de todos los que se habían mezclado con el ejército. Dado que los atenienses se enojaron con Pericles a causa de este contratiempo, intentó aplacarlos y reanimarlos. [4] No obstante, no disipó su ira ni hizo cambiarles de criterio antes de que tomaran en sus manos los votos contra él y, una vez dueños de la situación, le destituyeran del cargo de estratego y lo castigaran con una multa, cuya cuantía los que menos afirman que fue de quince talentos, y los que más, de cincuenta. Quedó por escrito que el acusador en la causa fue Cleón, según dice Idomeneo; pero Teofrasto dice que fue Simias y Heraclides Póntico dejó dicho que fue Lacrátidas.


1245.

XXXIV

[1] No obstante, Pericles bajo ningún concepto se movió de sus posiciones, sino que, resistiendo educadamente y en silencio la mala fama y el odio, envió una flota de cien naves al Peloponeso sin que él navegara con ella. Permaneció vigilando la casa y manteniendo la ciudad bajo control hasta que se hubieran retirado los peloponesios. Atendía al pueblo, aunque estuviera enojado por la guerra, distribuyendo dinero y ordenando la entrega de lotes en las colonias. Expulsó a todos los eginetas y repartió la isla entre aquellos atenienses a los que les hubiera tocado en el sorteo un lote de tierras. También resultó ser una especie de consuelo saber lo que estaban sufriendo los enemigos. [2] Porque aquellos que estaban costeando el Peloponeso saquearon muchas tierras, aldeas y pequeñas ciudades. Pericles, a su vez, invadió por tierra Mégara y la asoló por entero, con ello resultó evidente que, aunque hicieran mucho daño por tierra a los atenienses, también sufrían mucho desde el mar a causa de éstos. No hubieran prolongado tanto tiempo la guerra y hubieran renunciado pronto, como desde un principio había previsto Pericles, si una divinidad no se hubiera opuesto a los cálculos humanos. [3] En ese momento sobrevino por primera vez una plaga destructora que diezmó la juventud floreciente y su fuerza. Bajo sus efectos, estragados en sus cuerpos, también se exarcebaron sus almas profundamente contra Pericles y, como si se volvieran locos en contra del médico o del padre por causa de la enfermedad, intentaron perjudicarle persuadidos por sus enemigos de que la congregación de la masa campesina en el interior de la ciudad había originado la enfermedad. [4] Obligada la masa en la estación estival a vivir indiscriminadamente y por igual en pequeñas viviendas y en asfixiantes tiendas de campaña, y a llevar una existencia casera e inactiva en lugar de la anterior, al aire libre y puro, se creyó causante de la plaga al que había desparramado la chusma campesina dentro de los muros por la guerra sin sacar utilidad alguna de tanta gente, sino que la había encerrado como ganado y había llevado la ruina a unos y otros sin procurar ninguna solución ni alivio.


1244.

XXXIII

[1] Los lacedemonios sabían que, si Pericles caía, podrían vérselas de modo más llevadero con los atenienses, por eso les exhortaron a purgar el sacrilegio de Colono[1], del que era culpable su familia materna, como recoge Tucídides en su historia. Pero el intento resultó adverso a quienes lo habían ideado, porque en vez de suspicacias y calumnias, Pericles se ganó aún mayor confianza y respeto entre los ciudadanos, ya que creían que todo era, principalmente, efecto del odio y del temor de los enemigos. [2] Por esta razón también, antes de que Arquídamo al mando de los peloponesios invadiera el Ática, proclamó públicamente a los atenienses que cedería a la ciudad sus tierras y sus inmuebles si Arquídamo, mientras asolaba el resto del territorio, dejaba al margen sus posesiones bien por los lazos de hospitalidad que había entre ellos, bien por dar pábulo a las difamaciones de sus enemigos. [3] Así pues, los lacedemonios al frente de un gran ejército junto con sus aliados invadieron el Ática bajo el mando del rey Arquídamo. Avanzaron hasta Acarnas, saqueando la región, donde acamparon. Creían que los atenienses no lo consentirían, sino que combatirían contra ellos llevados por la ira y el orgullo. [4] Pericles opinaba que era imprudente trabar combate por su ciudad contra los sesenta mil hoplitas peloponesios y beocios (esas eran las tropas que protagonizaron la primera invasión), y calmó a los que querían luchar y llevaban mal lo que estaba sucediendo. Les decía que los árboles cortados y arrancados crecen rápido, pero que no es fácil encontrar hombres una vez han muerto. [5] No convocaba al pueblo a la Asamblea por temor a que se revolvieran contra su criterio, sino que, como el piloto de un barco cuando el viento se precipita sobre él en mar abierto, desplegando todos sus recursos hace uso de su pericia, y obvia las lágrimas y los ruegos de la tripulación presa de los mareos y del miedo, así Pericles, tras cerrar las puertas de la ciudad y emplazar guardias por doquier para su seguridad, puso en práctica sus cálculos preocupándose poco por los que se quejaban y se enojaban, [6] aunque muchos de sus amigos le apremiaban con sus ruegos, y muchos de sus enemigos lo amenazaban y acusaban, y hacían bailes, canciones y burlas para avergonzarlo, mientras descalificaban su estrategia diciendo que era cobarde y que abandonaba las bienes a los enemigos. En ese momento, se sumó Cleón también, quien se encaminaba hacia el liderazgo aprovechando la cólera que sentían los ciudadanos ante él. [7] Esto lo pone de manifiesto Hermipo en sus versos:

Rey de los sátiros, ¿por qué no quieres aferrar la lanza, sino que pronuncias terribles discursos sobre la guerra y ocultas el espíritu de Teles? Rechinas los dientes mientras la daga y el puñal son afilados en la dura piedra pómez y eres mordido por el fiero Cleón.

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[1] Un antepasado de Pericles, el arconte Megacles, en el 632 a.C. violó la inmunidad que daba al suplicante Cilón el haberse sentado junto a la estatua de Atenea Políade en el Erecteo. Cilón se había acogido a sagrado tras ser condenado a muerte por protagonizar un golpe de estado que el pueblo no secundó y que se frustró por esa razón.


1243.

XXXII

[1] Por aquel tiempo, Aspasia fue llevada a juicio por impiedad. La encausó e imputó Hermipo, el comediógrafo, con el cargo de recibir en casa a mujeres libres para tener relaciones con Pericles. Diopites, también, promulgó un decreto para procesar a quienes no respetaban a los dioses o impartían enseñanzas sobre los cielos, basándose en las sospechas sobre Pericles, discípulo de Anaxágoras. [2] El pueblo aceptó y admitió las calumnias, de modo que se ratificó el decreto que había redactado Dracóntides para que las cuentas de sus bienes fueran depositadas por Pericles en la sede de los prítanos y para que los jueces dieran su veredicto ante la ciudad mediante votación desde el altar de la diosa; pero Hagnón eliminó esta parte del decreto y escribió que la causa fuera juzgada por mil quinientos jueces, ya se quisiera hacer por robo, ya por soborno o malversación. [3] Pericles disculpó a Aspasia vertiendo por ella muy abundantes lágrimas durante el juicio, como dice Esquines, y suplicándole a los jueces. Como albergaba temor por Anaxágoras, lo mandó sacar de la ciudad. Puesto que había chocado con el pueblo por causa de Fidias y temiendo al tribunal, incendió la inminente guerra y le prendió fuego secretamente, con la esperanza de distraer las acusaciones y rebajar las envidias en medio de graves circunstancias y peligros, de modo que la ciudad se le ofreciese a él solo en razón de su dignidad y poder. Éstas, se afirma, son las causas por las que no permitió al pueblo ceder ante los lacedemonios. La verdad, con todo, no está clara.


1242.

XXXI

[1] En suma, no es fácil saber cómo fue el inicio de la guerra. Todos por igual achacan su origen a Pericles por no derogar el decreto, excepto los que dicen que lo mantuvo por su gran inteligencia y buen jucio con vistas a lo mejor, ya que consideraba que aquel mandato era una prueba de debilidad y la cesión, un reconocimiento de flaqueza. Otros decían que fue más por desprecio hacia los lacedemonios y por dar una muestra de fuerza debido a una cierta arrogancia y y rivalidad. Pero la más nefasta de todas las causas de la guerra [2] y la que tiene una mayoría de testigos es la que se arguye del siguiente modo. Fidias, el escultor, fue, como quedó dicho, contratista de aquella estatua. Convertido en amigo de Pericles y habiendo adquirido un enorme poder junto a él, fue objeto de envidias y se ganó a enemigos para sí mismo. De otro lado, algunos pretendieron probar al pueblo a través de él y ver quién podría ser juez de Pericles. Convencieron a uno de los colaboradores de Fidias, llamado Menón, y lo sentaron en el ágora en calidad de suplicante que solicitaba permiso para dar parte de Fidias y acusarle. [3] El pueblo se lo concedió al hombre y abrió una causa en la Asamblea. No se probaron los cargos de robo, porque el oro, nada más empezarse la estatua, inmediatamente se le aplicó y se la recubrió con él por consejo de Pericles, de modo que pudieran probar su peso quienes quisieran extraerlo, cosa que en aquel entonces Pericles animó a hacer a los acusadores. [4] La fama de sus obras estrechó el cerco de la envidia sobre Fidias, sobre todo porque, al esculpir la batalla de las Amazonas en el escudo, dio la apariencia de sí mismo a un anciano calvo que tenía en alto una roca con sus dos manos y porque colocó una hermosísima imagen de Pericles luchando contra una amazona. La posición de la mano que extiende una lanza ante el rostro de Pericles fue realizada diestramente, como queriendo ocultar la semejanza, que es visible desde ambos lados. [5] En suma, Fidias fue conducido a la cárcel y acabó muriendo por una enfermedad, como dicen algunos, provocada por un veneno preparado por los enemigos de Pericles para difamarle. Al denunciante, Menón, según escribe Glicón, el pueblo le concedió la exención de impuestos y encomendó a los estrategos la seguridad del hombre.

Ejemplo de decreto ateniense del siglo V a.C. Aquí, uno datado en el año 446/5 a.C. que ordena las relaciones entre Atenas y Calcis