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Era un mañana de sábado. Cerca de la casa de tus padres hay una calle peatonal. San Eloy es el nombre. En los cuarenta y cuatro años que viviste en Sevilla, habrías pasado miles de veces por allí. Paseabas con tu bastón, tu dominada torpeza, tus prótesis en los pies. Caminabas tranquilo y solo. Sin ayuda de nadie. Durante los meses infinitos en los que el movimiento te fue prohibido por la enfermedad, anclado a una cama, dolorido, tu fantasía volaba hacia los innumerables mundos que conocerías cuando pudieras moverte, andar, valerte por ti mismo. Muchos momentos de angustia se suavizaron con tu imaginación. Te irías a vivir al extranjero. Viajarías. Estabas jubilado. Tu pensión es más que aceptable para los niveles de miseria que hay en España. Tus hijos estaban con tu ex mujer. Serías en el futuro más libre que nunca. Por más que las secuelas hicieran mella en tu cuerpo. Aquella mañana de sábado andabas, por fin, solo. No era la primera vez. Habían pasado un par de años desde que se diera por concluido el cursus dolens de tu enfermedad. La iluminación tiene esas cosas. Ya lo decían los maestros zen. Cuando menos te lo esperas, brota el sol. Mientras avanzabas dando esos leves topetazos que tus piernas te permiten, fuiste consciente de que todo lo que habías luchado tenía como fin el poder pasear, al fin, solo por la calle San Eloy una mañana de sábado en Sevilla. Crees que fue el pensamiento de Santa Teresa. Puesta en la tesitura de saber que vivía el último día de su vida, se le preguntaba qué haría. La santa replicó con calma que lo mismo de siempre. Como cualquiera otra jornada. Ante el momento supremo, hacemos, como dijo la santa, lo de cada día. Lo de siempre. El paraíso se despliega ante nuestras propias y ciegas narices.



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